La Sala de Reconocimiento de Verdad de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) imputó como máximos responsables a ocho comparecientes de las extintas Farc-EP, 21 integrantes retirados de la fuerza pública y cinco terceros civiles, por crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos entre 1986 y 2002 en el Urabá antioqueño y cordobés, el Bajo Atrato y el Darién chocoano, en el marco del Caso 04.
Se trata de la primera decisión de la JEP que, en un mismo auto, vincula a los tres tipos de actores que son de su competencia: antiguos miembros de las Farc-EP, integrantes de la fuerza pública y terceros civiles. En este caso, los civiles señalados son voluntarios vinculados a proyectos de ganadería extensiva y agroindustria asociados al Fondo Ganadero de Córdoba (FGC), cuya actuación se habría articulado con estructuras paramilitares y unidades militares para el despojo de tierras.
Alcance territorial y poblacional del Caso 04
La investigación se concentró inicialmente en hechos ocurridos entre 1986 y 2002 en Turbo, Apartadó, Carepa, Chigorodó, Mutatá y Dabeiba (Antioquia), así como Acandí, Unguía, Riosucio y El Carmen del Darién (Chocó. Posteriormente, se amplió a Tierralta, Valencia y San Pedro de Urabá, y permitió esclarecer hechos en otros municipios como Bojayá, El Carmen de Atrato y Juradó (Chocó), y Murindó, Santa Fe, Sabanalarga, Cañasgordas, Uramita y Frontino (Antioquia), muchos de ellos descritos por primera vez ante la justicia.
La Sala combinó trabajo de campo con análisis documental. Para este auto tuvo en cuenta 115 informes de organizaciones de víctimas, pueblos indígenas, comunidades negras y entidades del Estado; 287 expedientes de distintas jurisdicciones; 32 testimonios y entrevistas; informes de contexto elaborados por la JEP; y observaciones de las víctimas.
En total, se acreditaron 54.600 víctimas, de las cuales 53.864 hacen parte de 131 sujetos colectivos: consejos comunitarios, organizaciones negras, procesos campesinos de zonas humanitarias y de biodiversidad, sindicatos, organizaciones sociales y campesinas, y comunidades indígenas de los pueblos Emberá (Dobidá, Eyabida, Katío), Wounaan, Zenú y Guna Dule.
Con estos sujetos colectivos se realizaron 56 diligencias dialógicas y ejercicios de coordinación intercultural e interjurisdiccional, así como ciclos de traslado de versiones con enfoque étnico y cultural, incluido el abordaje de violencias sexuales.
La Sala de Reconocimiento identificó tres grandes patrones que explican cómo diferentes actores armados y civiles coordinaron estrategias de violencia, control social y apropiación de la tierra en Urabá y el Darién:
1. Eliminación por prejuicio enemigo
Incluye asesinatos, desapariciones forzadas, privaciones graves de la libertad y violencias sexuales contra la población civil, cometidos por exintegrantes de las Farc-EP y miembros de la fuerza pública en alianza con grupos paramilitares.
Las víctimas fueron señaladas de colaborar o simpatizar con el actor que cada grupo consideraba su adversario. La finalidad, según la JEP, fue la eliminación física o moral de quienes eran vistos como “enemigos”. Un caso representativo es el asesinato de Liliana Londoño, el 4 de mayo de 1997, a manos de miembros de las extintas Farc-EP, por mantener una relación sentimental con un integrante de la fuerza pública.
2. Vaciamiento del territorio con fines de despojo y repoblamiento
Comprende desplazamientos forzados, homicidios, torturas, tratos crueles y violencia sexual usados de forma repetida para despoblar zonas y despojar tierras. Estos hechos habrían sido cometidos por miembros del Ejército Nacional, otros agentes estatales, grupos paramilitares y terceros civiles, con el propósito de que otras personas se apropiaran de los recursos naturales y de la tierra.
En este patrón se destacan, entre otros hechos, la masacre de las fincas Honduras y La Negra, el 4 de abril de 1988, donde fueron asesinados 20 campesinos (17 en Honduras y tres en La Negra), y la masacre de Punta Coquitos, el 11 de abril de 1988, con 27 personas asesinadas. Según la JEP, estas operaciones fueron organizadas por estructuras paramilitares en coordinación con integrantes de la fuerza pública y terceros.
3. Control sociocultural y territorial por parte de las Farc-EP
La Sala describe el uso de la muerte violenta y múltiples formas de violencia incluida la violencia sexual y basada en género para imponer el orden de la organización guerrillera, afectar las libertades individuales, debilitar estructuras comunitarias y controlar la vida social y política en los territorios.
El asesinato de María Ricardina Perea Mosquera, lideresa afrocolombiana y tesorera de Junta de Acción Comunal en la zona que luego conformaría el Consejo Comunitario de Las Pavas, en noviembre de 1996, es uno de los casos representativos. Su muerte, atribuida a las Farc-EP, generó un efecto de miedo y silenciamiento en el liderazgo comunitario, en especial entre las mujeres.
La investigación concluye que las extintas Farc-EP ejecutaron un patrón sostenido de ataques deliberados contra la población civil mediante masacres, homicidios selectivos, fusilamientos, ejecuciones de personas en estado de indefensión y asesinatos de líderes comunitarios.
Según la JEP, esta organización fue responsable de 114 hechos de homicidios y asesinatos, con 341 víctimas, así como de 23 masacres en el periodo priorizado del Caso 04, que dejaron 218 personas de la población civil asesinadas. Estos crímenes no son amnistiables.
Entre los comparecientes de las extintas Farc-EP imputados como máximos responsables se encuentran, entre otros, Luis Óscar Úsuga Restrepo (“Isaías Trujillo” o “El Viejo”), Jhover Man Sánchez Arroyave (“Rubén Cano” o “Manteco”), Rodolfo Restrepo Ruiz (“Víctor Tirado”) y Martín Cruz Vega (“Rubín Morro”), además de José Milcíades Urrego Medina (“Rigoberto Lozada”), Elkin Hernando Zapata Vidal (“Malicia” o “Edward”), José Manuel Betancur Flórez (“Yarleison” o “Chonto”) y Guillermo León Chancí Estrada (“Leonidas” o “Chupete”).
Militares imputados y articulación con el paramilitarismo
En el caso de la fuerza pública, la JEP imputó como máximos responsables a 21 comparecientes retirados, entre ellos el general Alejandro Miguel Navas Ramos; los mayores generales Edgar Ceballos Mendoza y Emiro José Barrios Jiménez; el brigadier general Rito Alejo del Río Rojas; así como coroneles, tenientes coroneles, mayores, un teniente, un subteniente y sargentos mayores de distintas unidades militares.
Varios de ellos ya habían sido imputados en otros casos de la JEP, como el Caso 06 (genocidio contra la Unión Patriótica) y el Caso 08 (nexos con el paramilitarismo).
La Sala señala que, desde mediados de los años ochenta, el paramilitarismo se consolidó en Urabá como un actor armado articulado con unidades militares, sectores ganaderos, empresariales y dirigencias políticas que facilitaron su expansión mediante apoyo logístico, financiación y coordinación operativa.
Desde 1988 se registran alianzas entre secciones de inteligencia de batallones como “Voltígeros” y “Vélez” y estructuras paramilitares para realizar operativos conjuntos, intercambiar información y permitir su movilidad. El general (r) Rito Alejo del Río es señalado como pieza clave en esa consolidación y expansión.
La JEP menciona, entre hechos claves de esa articulación, los desplazamientos masivos en Turbo y Apartadó (1996), las operaciones Génesis y Cacarica (1997) y los desplazamientos de Riosucio (2001), que golpearon de manera específica a comunidades negras, afrocolombianas e indígenas, con despojo de tierras y transformación de sus territorios para proyectos extractivos y agroindustriales.
Papel de los terceros civiles y del Fondo Ganadero de Córdoba
La Sala determinó que los terceros civiles vinculados al Caso 04 tuvieron un rol decisivo en el despojo y la apropiación ilegal de tierras en Urabá, actuando en estrecha coordinación con el Fondo Ganadero de Córdoba (FGC), entidad de economía mixta utilizada para facilitar la compra masiva de predios en contextos de violencia y desplazamiento forzado.
Entre los terceros imputados están exdirectivos y asesores del FGC: Benito Osorio Villadiego (exgerente), Benito Molina Velarde (entonces presidente de la junta directiva), los directivos Luis Gonzalo Gallo Restrepo y Jaime García Exbrayat, y el asesor jurídico Carmelo Esquivia Guzmán.
Según la JEP, empresarios y exfuncionarios impulsaron proyectos de ganadería extensiva y agroindustria que solo fueron posibles gracias al control territorial de estructuras paramilitares. Uno de los casos más emblemáticos es el de la región de Tulapas (Turbo, Necoclí y San Pedro de Urabá), donde al menos 150 familias campesinas fueron expulsadas para consolidar una “reserva estratégica” destinada a proyectos agroindustriales, dentro de una visión de desarrollo promovida por estos actores.
Daños a las comunidades y violencia basada en género
La JEP estableció que los múltiples hechos violentos en Urabá produjeron daños emocionales, psicológicos, físicos, morales y colectivos sobre proyectos de vida individuales y comunitarios. Muchas víctimas presenciaron asesinatos atroces de familiares y vecinos, vieron cuerpos torturados exhibidos en espacios públicos, sufrieron amenazas, confinamiento y expulsión de sus hogares.
Uno de los hechos más graves documentados es la masacre de Pueblo Bello (Turbo), ocurrida el 14 de enero de 1990, cuando 43 campesinos —incluidos dos niños— fueron asesinados por un grupo de 20 paramilitares conocidos como “los Tangueros”, en una operación en la que participaron miembros de los batallones “Vélez” y “Junín” del Ejército Nacional.
La Sala también documentó afectaciones socioculturales a la autonomía política y organizativa de pueblos indígenas y comunidades afrocolombianas, así como daños materiales, ambientales y territoriales. Se registraron agresiones a creencias, prácticas sociales y formas de vida, acompañadas de prohibiciones e imposiciones que cortaron vínculos comunitarios.
En este contexto, se resalta la tragedia de Bojayá, ocurrida el 2 de mayo de 2002, cuando integrantes de las extintas Farc-EP lanzaron cilindros bomba contra paramilitares dentro del caserío. Uno de los artefactos impactó la iglesia de Bellavista, donde se refugiaba la población civil, y causó la muerte de 98 personas, la mayoría afrodescendientes del Bajo y Medio Atrato, entre ellas 48 menores de edad.
La magistratura confirmó un daño diferenciado a mujeres y personas con orientación sexual, identidad y expresión de género diversas (OSIEGD), provocado por todos los actores armados. Estas violencias atentaron contra la libertad sexual, la integridad física, psicológica y moral de las víctimas, y se usaron como mecanismos de terror y control social.
Las afectaciones también fueron colectivas, en especial en comunidades indígenas, afrodescendientes y rurales donde las mujeres desempeñan roles centrales en la cohesión social, la transmisión cultural y el equilibrio espiritual.
Lo que viene: reconocimientos, audiencias y sanciones
Los 34 comparecientes imputados tienen ahora 60 días hábiles para responder por escrito si aceptan o rechazan los hechos y conductas que la Sala les atribuye. En ese mismo plazo, las víctimas acreditadas y el Ministerio Público podrán presentar sus observaciones al Auto de Determinación de Hechos y Conductas.
Una vez vencido el término y recibidas las respuestas, la JEP evaluará si hay reconocimientos plenos de responsabilidad y aportes suficientes a la verdad. Si es así, fijará fecha para una audiencia pública de reconocimiento.
Quienes no acepten las imputaciones serán remitidos a la Unidad de Investigación y Acusación (UIA) de la JEP, que podrá formular acusación formal para enviarlos a un juicio adversarial ante la Sección de Ausencia de Reconocimiento. En ese escenario, de ser hallados culpables, se exponen a penas de hasta 20 años de prisión.
En el caso de los comparecientes que reconozcan responsabilidad, luego de la audiencia de reconocimiento la Sala expedirá una Resolución de Conclusiones que será enviada al Tribunal para la Paz. Esta instancia verificará la correspondencia entre las imputaciones, los reconocimientos y las acciones restaurativas para imponer sanciones propias, que pueden ir de 5 a 8 años de restricciones efectivas de la libertad y otros derechos. Estas sanciones deben ser consultadas con las víctimas, con el fin de garantizar su carácter reparador.
